A partir del siglo XIX el humanismo se convirtió en campo de encarnizadas batallas, no sólo teóricas sino también con evidentes repercusiones en muchos órdenes prácticos de la vida del individuo y de los pueblos. Por una parte, el desarrollo de la ciencia genera entonces un cientificismo que, en buena lógica, debe engullir todo humanismo posible. Por otra parte, el sostenido antropocentrismo moderno entra en crisis, y los intentos de mantener la centralidad del hombre desde una fundamentación puramente racional, que deje de lado cualquier referencia teológica o religiosa, no tuvo excesivo éxito. A partir de entonces, la cultura parece atravesada por una gran falla, que simbólicamente podría personificarse en la oposición irreductible entre la cultura ilustrada y la cultura romántica. Esta fractura entre lo que en nuestros días C. P. Snow llamó «las dos culturas» ofrece una imagen rota de la realidad: por una parte, estaría el estrato sólido y consolidado del conocimiento científico, con todos los problemas internos que se quiera, y tentado siempre de abarcarlo todo bajo sus esquemas, algo que nada tiene que ver con el humanismo; por otra parte, el humanismo parece caminar a remolque invocando lo que Bergson llamaba «un suplemento de alma» capaz de detener la avalancha cientifista. Desde entonces, la causa humanista y el propio término humanismo se oscurecen hasta convertirse en armas arrojadizas, de las que se echa mano en los contextos más dispares. Se desembocará así en la no concluida disputa entre humanismo y antihumanismo; pero desde ahora habrá que tener en cuenta que no siempre el antihumanismo quiere ir contra el hombre, sino que la debilidad teórica de algunos llamados humanismos lleva a pensar que una adecuada defensa del hombre obliga a tomar un camino expresamente antihumanista.
El carácter polémico del humanismo adopta una actitud vigilante frente a cualquier intento de sustraer al hombre algo que presumiblemente le corresponda por su naturaleza y, por tanto, signifique una evasión hacia otra dimensión mediante una pérdida irreparable para la humanidad. Especial sensibilidad se despierta frente a cualquier intento de someter al hombre, lo mismo a fuerzas infrahumanas que a fuerzas suprahumanas. En este segundo aspecto, Feuerbach sistematiza en su libro La esencia del Cristianismo (1841) un humanismo ateo asentado en dos pilares: una teoría materialista y sensualista del conocimiento y la denuncia de una teología excesivamente trascendentalista; así, la /religión aparece como una proyección alienante de lo humano en un mundo suprahumano ficticio, frente a lo cual se propugna su restitución a la humanidad mediante una reducción antropológica de la teología. Esa obra servirá como cantera de la que se extraerán la mayoría de los argumentos del humanismo ateo, con las peculiaridades aportadas por el punto de vista de cada autor: Marx, Freud, los cientificismos y una gran parte de los existencialismos reiteran una y otra vez el esquema argumental básico. Sin embargo, ello aboca a un drama, remedando el título de una espléndida obra de H. de Lubac: sin alguna referencia a sus raíces cristianas la posición privilegiada que se reclama para el hombre aparece como una propuesta gratuita, el cientificismo más radical es difícilmente contestable y ese cientificismo engulle todo posible humanismo. Por otra parte, la concepción de la trascendencia que ataca Feuerbach, aun reconociendo que no le faltan razones históricas, es definitivamente refutable.
En este ambiente, sólo Nietzsche parece haber aportado novedades de relieve, pues si bien alguno de sus argumentos puede parecer similar a los que acabamos de resumir, su perspectiva antihumanista parece muy distinta. La famosa expresión «Dios ha muerto», puesta en boca del hombre loco 1, es el resumen conciso de la descomposición interna de una civilización multisecular, civilización desviada de raíz el mismo día en que Sócrates suplantó la natural voluntad de poder con el artificio de una moral a la que el platonismo prestó cobertura metafísica y que el Cristianismo santificó. La acumulación de conceptos disecados, que fosilizan el dinamismo creador de la vida, dio lugar a un humanismo mostrenco, hecho a la medida del más despreciable producto de la humanidad corrompida. Se necesita desbancar un humanismo fatuo, que actúa como obstáculo para toda innovación creadora, a fin de reavivar las posibilidades de futuro que sigue conservando la vida. El sentido del /hombre no puede ser el último hombre, ese camello cargado de espaldas e incapaz de otear el horizonte; el sentido de la humanidad depende de su inmersión en la corriente creadora de la voluntad de poder y en su capacidad de innovación futura: super-hombre.